MERCEDES ESCOLANO

 

 

UN MAR DE EMOCIONES

 

 

 

          Al escudriñar la obra teatral de Juan García Larrondo y tomar conciencia de su riqueza literaria lo primero que atrae poderosamente la atención es que es tanta su diversidad temática y son tan aparentemente opuestas sus disparidades estilísticas que, sin duda, uno no puede más que sorprenderse al caer en la cuenta de que se encuentra, en realidad, frente a un escritor desconcertante y múltiple, capaz de regalarnos comedias “imposibles”, irreverentes, divertidísimas, tan personales, en fin, de una imaginación extraordinariamente lúcida, y al mismo tiempo capaz de ofrecernos dramas líricos que parecen ubicarse en todas las geografías y las épocas, de una belleza plástica y lingüística que, sin temor a equivocarnos, serán recordados algún día –tanto las primeras como los segundos- como cumbres del teatro español contemporáneo. Porque Larrondo, pese al espejismo inicial, además de poseer un estilo inequívoco y deslumbrante como dramaturgo y un don único para conjugar con igual soltura todos los extremos de la tragicomedia, se toma también la libertad de ser a la par un audaz poeta, de situarse por encima de las modas y normas literarias y construir, con perspicaz acierto, un teatro heterogéneo, tan íntimo como universal, en el que se reflejan algunas de las mejores cualidades de la tradición teatral de nuestro tiempo (imposible no mencionar aquí a Calderón, a Valle-Inclán o a García Lorca, entre otros) con sus pasiones literarias (Unamuno, Borges, Yourcenar o los filósofos griegos) y en el que se atisban claros indicios de vanguardia y modernidad.

 

          Su mezcla de géneros (algunas de sus obras suelen amalgamar fácilmente elementos de ciencia ficción con el relato fantástico, el cómic y, a menudo, precisar soluciones cinematográficas o grandes efectos especiales propios del cine de animación), la complejidad y la “incomodidad” temática que plantean y la duración de algunas de sus piezas han hecho que más de uno haya visto en ellas un revulsivo más o menos irrepresentable (lo cual no ha impedido que la mayor parte de su producción dramática haya sido ya estrenada o editada con todo tipo de alabanzas). El propio autor sostiene “escribir para el despilfarro y la imaginación sin fin” en las notas de La cara okulta de Selene Sherry (1993/94), a mi juicio una de sus obras más personales, preciosas y delirantes, o no duda en crear un “Teatro en blanco y negro” para dar cabida en él a los amoríos del pirata Juan Sin Miedo con el lobo Sinvivir en su épica, onírica y bellísima farsa para licántropos Noche de San Juan (1997). La clave para entender su originalidad radica, precisamente, en que Larrondo extralimita las fronteras del teatro para convertirlo –como Shakespeare sostenía en la voz de Hamlet– en espejo de la naturaleza (de toda la naturaleza, incluso la deformada en esperpento, la surrealista y la subterránea que no se deja ver) y recordar, de paso, su importancia literaria; cosa que, por otro lado, parece obviarse en estos tiempos de inmediatez y mediocridad escénica en los que el texto original, en ocasiones, suele ser apenas una sombra o una mera excusa para refundir el repertorio tradicional y convertirlo en efeméride de una nueva temporada.

 

          Por fortuna, estamos ante un escritor con mayúsculas, ante un autor que se resiste a definirse o a someterse a las pautas que marca el escenario: un rebelde de la escena que escribe para la escena pero sin que sus palabras sirvan únicamente a semejante fin. Es, quizás, un visionario, un creador que abre puertas al campo de las letras y que, por su juventud, aún tiene mucho que decir a este respecto, sea utilizando el lenguaje del teatro, sea contaminándolo con otras disciplinas y haciendo uso de otros géneros como la poesía, el ensayo o la novela sin que sepamos todavía qué derroteros alcanzará más adelante. En cualquier caso, él parece sentirse cómodo al margen de las tendencias y las clasificaciones, aunque esa intemporalidad no signifique indiferencia o desdén hacia un compromiso con su tiempo. En realidad, contra lo que algunos estudiosos han apuntado, su obra literaria no milita –porque no cree que exista o deba hacerlo– en los parámetros comerciales de la literatura rosa (¿acaso existe una literatura heterosexual o de zurdos? ¿tiene caducidad o género sexual la buena literatura?), ni se queda en una leve reivindicación de las utopías que nos transmite con la tolerancia de sus mensajes y sus formas sino que nos anticipa un porvenir de amores sin absurdas denominaciones que, por su bondad creadora, transcenderá a lo efímero y quedará para siempre en la memoria. Es, en muchos sentidos, una obra revolucionaria, subversiva, radical en tanto que es capaz de hablarnos con naturalidad de las cosas bellas o terribles, de sentimientos, contradicciones y misterios que a todos nos alcanzan: la vida, la muerte, la pasión y sus múltiples combinaciones. Y su mayor logro radica justamente en la facilidad con que nos atrapan sus historias y en la calidad literaria con que están escritas. No en vano, la trayectoria de Juan García Larrondo viene avalada por algunos de los más prestigiosos galardones de nuestras Letras y sus obras han recibido siempre críticas encomiables.

 

          A estas alturas, nadie duda ya de que nos encontramos ante un autor sobresaliente, más conocido por el público por el éxito de algunas de sus comedias, como la magnífica y muy premiada Mariquita aparece ahogada en una cesta (1991), que por algunos de los textos que esta edición recoge, aunque éstos hayan sido ya editados varias veces o llevados a la escena con brillantes interpretaciones, como sucedió, por ejemplo, con los actores Emilio Gutiérrez Caba, Idilio Cardoso o Paca Gabaldón tras el estreno en 1994 de El Último Dios en el Monasterio de La Cartuja (Sevilla) con motivo de la conmemoración del 2.200 Aniversario de la ciudad romana de Itálica; con las actrices gaditanas Charo Sabio y Ángeles Rodríguez en la magistral escenificación en 1993 de Celeste Flora; o, más recientemente, con los más de veinte mil espectadores que en el verano de 1998 pudieron contemplar las representaciones de Al Mutamid en los Reales Alcázares de la capital andaluza.

Las tres piezas que esta edición recoge conforman entre sí un singular tríptico de clara inspiración épica e histórica. De hecho, El Último Dios (1987) ya reveló a un jovencísimo autor –por aquel entonces contaba con apenas 23 años– que poseía unos conocimientos extraordinarios sobre Historia Antigua y la cultura clásica. Sin duda, la lectura de los scriptores y mitos grecolatinos y, sobre todo, de la novela que Marguerite Yourcenar configuró sobre el emperador Adriano debieron marcar para siempre la senda creativa de Larrondo. Por ello no ha de extrañarnos que la primera obra de nuestro autor sea una revelación escénica en sus temas favoritos y que –como indica Jerónimo López Mozo (1)– su identificación con la novelista francesa quede indudablemente manifiesta y no choque, en consecuencia, que aspectos formales utilizados en la narratividad novelesca de Memorias de Adriano se encuentren presentes en esta pieza dramática. En realidad, tiene razón Julián De La Llana (2) al afirmar que el autor, a través de Yourcenar, también pretenda descubrir, desde el personaje, un sentido a la vida siguiendo un modelo amoroso helénico, iniciático y pleno de simbolismos. Para este crítico de teatro, García Larrondo ofrece en El Último Dios unas claves psicológicas convincentes de amor secreto, de fervor oscuro y de sacrificio romántico. Y –sigo citando– como sostiene Joaquín Marco, “gran número de los hechos situados en la acción son signos de nuestro propio tiempo”. Porque, en definitiva, pese a la excelente reconstrucción histórica y a la fidelidad especial a las fuentes, la novela de Marguerite Yourcenar y el drama de Juan García Larrondo son obras actuales. Y la Roma imperial es, en gran medida, el sueño de unos autores de nuestro siglo.

 

         Sin embargo, El Último Dios es un texto mimado para decir, sentir y soñar cosas hermosas, un teatro de ideas y sentimientos, una tragicomedia sobre el amor que –como sugiere Emilio Gutiérrez Caba, actor que interpretó al emperador Adriano– si se hubiese escrito en los siglos XVI o XVII se habría convertido en una obra del repertorio clásico. Y, de hecho, tras la obtención del II Premio Internacional de Teatro Romano de Mérida y su primera publicación por la Sociedad General de Autores de España en 1989, ya quedó patente que detrás había un autor con un don lírico excepcional que aún tendría que aportar mucho en el futuro. Y hasta el momento se ha ido confirmando con obras como Zenobia (1989) –todavía inédita en los escenarios pero merecedora con mayúsculas de aparecer también en este volumen de obvia impronta filoclásica–, Mariquita aparece ahogada en una cesta (1991, Primer Premio "Marqués de Bradomín" y Mención en el Premio "Calderón de la Barca"), o Celeste Flora, que incluimos en segundo lugar por orden cronológico en el presente libro y galardonada en los Premios “Ciudad de San Sebastián” en 1994.

 

          Celeste Flora (1993) es, de entre todas, su obra más extrema y, a la vez, más tierna. Los diálogos que sostienen sus dos protagonistas, Narcisse y Flora, nunca han dejado indiferentes a quienes los han leído ni tampoco a los que han presenciado su puesta en escena (3), como lo demuestra el que haya sido editada en un par de ocasiones y traducida a varias lenguas o que haya sido objeto de numerosas lecturas dramatizadas, incluida la realizada en Colombia por las actrices María Eugenia Penagos y Gisella Venden en el XIX Festival Latinoamericano de Teatro de Manizales, en 1997. No en vano, la obra plantea un difícil posicionamiento a quien la lee debido a la crudeza de su argumento y, sobre todo, porque le obliga a una profunda reflexión acerca de la complejidad del comportamiento humano. El propio autor sostuvo en una entrevista que estaban en Celeste Flora sus rabias, sus miedos, sus espejismos y algunas de sus contradicciones, así como el anhelo de todo aquello que no quería vivir ni ser y, sin embargo, también están entre sus líneas las claves temáticas más recurrentes y atractivas de su producción dramática: la duda filosófica, el eterno enfrentamiento entre el deber y el ser o entre la razón y los sentimientos, a menudo usados por el autor para poner en tela de juicio la fragilidad de las verdades y dogmas que rigen o adocenan la existencia y, por encima de todo, el tema del amor como única justificación o arma de resurrección ante la muerte.

 

          Juan García Larrondo siempre nos transmite un canto a la esperanza y nos contagia su convencimiento de que el amor es la respuesta a todos los misterios. Y cuando digo Amor en la obra de Larrondo he de citarlo inevitablemente con mayúsculas, porque posee el don de descifrarlo y de mostrarlo en su acepción más absoluta, sin ambages, sin que precise etiqueta alguna. Sus textos han ido sufriendo una fehaciente maduración y, en ellos, especialmente en los últimos, ya no queda espacio para los amores imposibles. Así quedó patente en La Cara Okulta de Selene Sherry (1993/94) y así se confirmó un poco más tarde con Noche de San Juan (1997), verdaderas elegías donde un amor sin concesiones y sin límites se manifiesta, al fin, desgarradora y radicalmente libre.

 

          Por ello no ha de extrañarnos que también sea el amor el hilo conductor del tercer drama que en este libro presentamos: Al Mutamid (Sueño en un acto) (1998), hasta ahora inédito –aunque sí estrenado con gran éxito, como antes apuntábamos– y, hasta la fecha, una de sus últimas producciones dramáticas. A diferencia de las otras, ésta fue una obra “de encargo”, escrita por iniciativa del Ayuntamiento de Sevilla para ser representada en los Reales Alcázares dentro del Ciclo de Personajes y Mitos Históricos Sevillanos en 1998, en la que Larrondo volvió a retomar sus aficiones por la Historia y a regalarnos una bellísima y particular biografía dramatizada sobre la figura de uno de los más célebres poetas que reinaron durante la dominación árabe de la Península Ibérica. Para ello, no dudó en impregnarse de la poesía arábigo-andaluza de la época y en recuperar literalmente algunos de sus más exquisitos versos hasta el punto de concebir una pieza sorprendentemente lírica, al mejor estilo de las obras clásicas y preñada de metáforas, en línea parecida a la de otros de sus dramas, como El Último Dios, Noche de San Juan, Seré Isla o también Zenobia pero, en este caso, alcanzando una madurez poética y una generosidad como cronista abrumadora. No es algo casual que, tras la producción literaria de tinte histórico de García Larrondo, encontremos la exhaustiva labor documentalista de un historiador que, como su admirado Borges, también vivió o bebió de la Literatura viajando por la arquitectura íntima de una biblioteca. Hay mucho de arqueología romántica en Larrondo. Algunas de sus obras son para las letras lo que para la investigación de la Historia del Arte Antiguo pueden suponer las planchas y grabados que el artista Piranesi recreó –o reinventó con libertad imaginativa– a partir de las ruinas de la Roma clásica. En cierta forma, su producción dramática es espejo de su época y de su biografía, pero qué duda cabe que lo es también de su memoria evocadora y de su propia fantasía. Larrondo pertenece a una escasa estirpe de escritores que lo son en sí mismos y más allá de lo que escriben porque parecen estar fuera del tiempo –aunque sea sólo de forma imaginaria– conscientes de lo efímero y pertenecientes a lo eterno. Su obra nos ofrece un universo inagotable, de profundidad infinita, capaz de hablarnos con convicción de personajes históricos, mitos clásicos, vírgenes celestiales, sirenas, lobos, delfines, homicidas o de multitud de criaturas imaginarias sin que nos chirríen los engranajes por ninguna parte (4) y sin que podamos evitar que sus voces nos redunden en el alma, pues es capaz de hacernos sentir, como en un milagro, que también nosotros somos parte y todo de esa proteica variedad tan divina y, al mismo tiempo, tan humana.

 

          En realidad, como bien afirma Molinari (5), es natural que para el gaditano Juan García Larrondo el teatro sea como un lugar de embarque. El mar, la mar, todos los mares... Un océano para viajar, de nuevo, entre esos continentes que son la deshumanización del teatro y la humanización de la naturaleza, con un verbo fluido como el oleaje, mezcla de azul y blanco, de prosa y verso, de Poseidón y Orfeo. El arte se deshumaniza en muchas de sus obras, los personajes ya no son sólo humanos, o lo son tanto que se metamorfosean en seres de linfa azul. Hay una aristocracia imaginaria de escamas y de estrellas en toda esta paráfrasis que le sirve a Larrondo para internarse en lo imposible y así poder observar a gusto las torpezas y los aciertos de esto que los humanos llamamos vivir. Y Larrondo, en definitiva, lo que ha hecho es ponernos el paraíso flotando en ese océano: el árbol de la vida enraizado entre corales e hipocampos y al ser humano manumitido de sus dudas y sus deudas por esta espuma de los dioses que llamamos teatro.

 

Cádiz, Junio 2003

 

 

 

 

 

Notas:

(1) López Mozo, Jerónimo / Sánchez, María del Carmen : Revista El Público, nº 178, 1990.

(2) De La Llana Del Río, Julián : “Amor Sin Límites”, Diario de Soria, 11 agosto 1994.

(3) Esteban Poullet, Rafael : “Tríptico de la Memoria”, en Teatro de la Memoria, Altazor, 1996.

(4) Ballesteros, Emilio : “García Larrondo y el teatro breve”, Revista Art Teatral, nº 16, Valencia, 2001.

(5) Molinari, Andrés: “García Larrondo o los escenarios imposibles”, El aguijón de la avispa, nº 2, Madrid, 2001.

 

 

Obras consultadas del autor:

- El Último Dios, SGAE, Madrid, 1989.

- Mariquita aparece ahogada en una cesta, Ministerio Asuntos Sociales, Madrid, 1993.

- Mariquita aparece ahogada en una cesta / La cara okulta de Selene Sherry, Centro Andaluz de Teatro, Sevilla,1996.

- Celeste Flora, en Revista de la Asociación de Directores de Escena, nº 54-55,1996.

- Teatro de la Memoria, Altazor, El Puerto de Santa María (Cádiz), 1996.

- Seré Isla, I Premio de Teatro “Doña Mencía de Salcedo” 1999, La Avispa, Madrid, 2001.

- Noche de San Juan (Farsa, fábula y cuento para licántropos), La Avispa, Madrid, 2002.

 

 

Otra bibliografía consultada:

- Álvarez-Nóvoa, Carlos: “Los autores andaluces de ahora”, Revista de la ADE, nº 54-55, 1996.

- Bajo, María Jesús: “Prólogo” a Mariquita aparece ahogada en una cesta, CAT, Sevilla, 1996.

- Convención Teatral Europea: “The European theatre today”, The plays, nº 3, Bruselas, 1997.

- De Fuertes, Juan Carlos: Reseña en Revista Páginas, nº 2, Jerez, 1991.

- Gil Cano, Mauricio: El Periódico, 30 diciembre 1989.

- Gimber, Arno: “Juan García Larrondo: Liebesutopien auf der Bühne”, Dissidenten der Geschlechter-ordnung, Tranvia, Berlín, 2001.

- Martínez Velasco, Julio: Reseña en ABC,Sevilla, 1 julio 1994.

- Méndez Moya, Adelardo : “Del texto al escenario”, 2º Ciclo de lecturas del teatro español de hoy, Universidad de Málaga, 1998.

- Monleón, José: “Tragedia Griega y democracia”, XXXV Festival Internacional Teatro Clásico de Mérida, Centro de Documentación de Mérida, 1989.

- Ortega, Desirée: “Manizales, tan lejos, tan cerca”, Revista de la ADE, nº 64-65, 1997.

- Ragué-Arias, María José: “El teatro de fin de milenio en España” (De 1975 hasta hoy), Ariel Literatura y Crítica, Barcelona,1996.

- V.V.A.A. : Catálogo de Autores Dramáticos Andaluces, 1898-1998. Volumen III, Junta de Andalucía, Sevilla,1999.

- Víllora, Pedro Manuel: “El abrazo del lobo”, Texto teatro nº 114, La Avispa, Madrid, 2002.

- Web de la Asociación de Autores de teatro: www.aat.es