JARDÍN SALVAJE

Los días se parecen a los pájaros

—vienen y luego van— y siempre dejan

una herida de luz. […]

De qué cielo, de qué elevada dicha

los pájaros descienden. De qué amor.

Los días se parecen a los pájaros,

igual tristeza dejan cuando pasan,

la misma oscuridad, igual silencio.

 

Miguel Florián

JOSÉ GANFORNINA, Hojas secas
JOSÉ GANFORNINA, Hojas secas

HOJAS SECAS

 

 

Para mi padre

 

 

Hojas secas.

 

Viento que dispersa hojas secas.

 

Un cuchillo de viento que dispersa hojas secas.

 

En mi cuerpo un cuchillo de viento que dispersa hojas secas.

 

He sentido en mi cuerpo un cuchillo de viento que dispersa hojas secas.

 

Dijiste adiós, y he sentido en mi cuerpo un cuchillo de viento que dispersa hojas secas.

JOSÉ GANFORNINA,  Vivimos como soñamos
JOSÉ GANFORNINA, Vivimos como soñamos

VIVIMOS COMO SOÑAMOS

 

 

Vivimos como soñamos,

solos.

Como animales.

Como vegetales.

Como minerales.

Solos.

La naturaleza tiene un lenguaje distante del mito.

La naturaleza habla mediante el silencio,

sin prisas,

acercándose a lo real,

fascinando al observador.

Sin vínculo hay un vacío que sobrecoge.

Con vínculo, una soledad nutriente y singular,

diríase perezosa.

JOSÉ GANFORNINA, Los días transcurren sin apenas días
JOSÉ GANFORNINA, Los días transcurren sin apenas días

LOS DÍAS TRANSCURREN SIN APENAS DÍAS

 

 

Los días transcurren sin apenas días,

turbios e insatisfechos, dándose tregua.

Un cielo deshilachado recuerda mi propio cuerpo,

que chapotea entre nubes.

Los grandes árboles del jardín conocen el equilibrio,

la voluptuosidad, una atmósfera fragante

entre la tensión y la calma.

 

 

He llegado a la mitad del verano.

Lo sé por el modo en que cierro los párpados

o entreabro los labios buscando aliento.

¿Qué sabe de mi cuerpo la hierba

cuando me derramo exhausta sobre ella?

¿Qué saben de mi dolor

los macizos de lavanda

paralelos a la carretera?

MUJER CON BATA

 

 

Sorprende en las mañanas de domingo

la lentitud exasperante de los cuerpos,

un cúmulo de arrugas en los párpados.

 

 

Preparar un café.

Tostar el pan y echar aceite

manteniendo el pulso.

 

 

¡Ah! Si un solo gesto diera sentido al día.

Si alguien agitara la rutina

y despegara su poso.

Si a los labios volvieran los besos

como tentadoras manzanas.

 

 

La pereza es animal doméstico

los domingos.

Bajo la pálida bata de rizo

una mujer esconde

vértigos, lunas, derrotas.

Bajo el rizo, ternura y pechos gemelos.

 

 

Ronronea

igual que un gato arisco

y se lima las uñas en el sofá,

ovillándose en busca de su sexo,

más hermosa cuanto más otoño.

 

EL EQUILIBRIO DEL CUERPO

 

 

¿Por qué conformarme contigo

si las palabras no se conforman consigo mismas?

¿Por qué modelarte en la ausencia

si la poesía elimina el vacío?

¿Por qué confluir en ti

si lo íntimo se dispersa finalmente?

¿Por qué ser un cruce de pájaros

cuando podrías ser el propio pájaro

que acumula deseo de volar

fuera de los límites?

Eres confluencia de sentidos:

el ojo que se oye,

el oído que se mira.

Y si la belleza se halla delante de ti,

¿por qué no acompañarla?

Y si el tiempo transcurre

contemplándote y oyéndote,

¿por qué cerrarle el paso

y no dejar que discurra

como río inteligente por su cauce?

EL REINO DEL ASOMBRO

 

 

En medio de sucesos cotidianos

aparentemente frágiles

surgían placeres que daban sentido a aquellas horas:

una taza de café preparada al alba,

expandiendo su aroma en la cocina;

el alpiste colocado con primor en la jaula

del jilguero; el tacto sedoso del pijama;

un olor a lavanda y tomillo en las sábanas, invitando al sueño;

la compañía sosegada de los libros, amontonados acá y allá;

el silencio blanco de la casa

frente al bullicioso trinar de los pájaros;

un desorden habitual de papeles…

 

 

“La impaciencia me vuelve insolente”,

dijo al despedirse de mí aquella tarde.

No volvimos a vernos en muchos años

pero a menudo recordaba aquellas palabras.

 

 

Años después, la casualidad nos acercó de nuevo.

Fascinado, observé que el tiempo no había ajado su rostro

y se ofrecía insultante de belleza.

Sus ojos habían acumulado los placeres del mundo

y se mostraban diáfanos, sin cansancio ni recelo.

Ella notó mi estupor y bajó los párpados.

La habitación parecía una parra dorada

a la luz de la tarde.

El aroma del café recién hecho inundaba la casa.

 

JOSÉ GANFORNINA, Jardín salvaje
JOSÉ GANFORNINA, Jardín salvaje

JARDÍN SALVAJE

 

 

Por entre o cosmos e o caos

o poeta olha o mundo

e reinventa-o

no seu jardim feito de tinta.

 

Ana Hatherly

 

1

 

 

¿Qué pedirle a la rosa que no sea

la esencia misma de la rosa?

¿Qué altura al ciprés

espigado y altivo?

¿Qué vulnerable fragancia

al naranjo que

generoso encandila mis noches?

Cuando un corazón vive a cielo raso

respirando al unísono de la vegetación,

cuando un corazón se ha deshojado

de sus más íntimos pudores

y desnudo se fortalece más y más cada día,

se le conoce con el nombre

de jardín salvaje;

y no hay rosa ni ciprés ni naranjo

que le presten un nombre,

un aroma, una sombra;

salvaje como es, todo lo abarca.

 

 

 

2

 

 

Hace tiempo que el viento del Oeste me visita.

Al principio no prestaba atención,

las horas se me iban entre quehaceres varios

y cuando me daba cuenta

había revuelto todas las plantas,

jugando a desordenar lo aparente, lo lógico.

 

 

Suele llegar a eso de las cinco

y me encuentra esperándolo

con un té entre las manos.

Echo cáscara de naranja, romero, bergamota,

un dedal de canela en rama,

pétalos de jazmín o geranio…

Me pregunto

por qué el Oeste ha elegido mi jardín

para pasar las tardes,

qué le irrita de mí y qué le gusta,

por qué me hace cimbrear como una rama

de melocotonero.

JOSÉ GANFORNINA, La muerte debe ser
JOSÉ GANFORNINA, La muerte debe ser

 

 

3

 

 

La muerte debe ser como esas raíces profundas

que se resisten a ser extraídas de la tierra,

verticalmente vivas,

verticalmente orgullosas,

raíces que penetran en lo íntimo

y allí crean un reino misterioso

de líquidos ocultos.

No hay rastrillo que las desentierre.

No hay conciencia que las expulse.

 

 

Al fondo del jardín, junto a la tapia blanca,

quedan raíces que no he podido arrancar.

Tal vez mis manos son muy niñas.

Tal vez aún no comprendo

la verdadera hondura de las plantas.

 

 

 

4

 

 

Hace un sol tibio, primaveral, este mes de Febrero.

Riego los tiestos de romero y lavanda,

cuajados de flores moradas, diminutas,

y observo con deleite la alfombra amarilla

que ha nacido entre los tréboles

tras las últimas lluvias.

Las abejas se acercan a libar,

los pájaros saltan de rama en rama,

el agua del estanque se agita con la brisa.

El tiempo nunca se detiene en este jardín

pero hay días en que todo parece más lento

y mis ojos captan los pequeños detalles,

cada brizna nueva que va surgiendo.

Lo que ayer era solo un atisbo

hoy toma consistencia,

se afirma,

se afana por vivir.

JOSÉ GANFORNINA, El corazón del bosque
JOSÉ GANFORNINA, El corazón del bosque

EL CORAZÓN DEL BOSQUE

 

 

Siempre quiso emocionar a los lectores

manejando escenas de la vida cotidiana,

escenas que aparentemente no ofrecen interés

y se desvanecen pronto en la memoria.

Más que decir, prefería la sugerencia.

Cada uno de aquellos gestos mínimos

crecía en el poema, verso a verso,

hasta alcanzar un poder de evocación

inusitado, que arrastraba al lector

a un mundo placentero, sensual.

Así como Proust se decantaba

por una historia lenta, parsimoniosa,

contando todos y cada uno de los pormenores,

para ella la historia se reducía

a cuatro o cinco pinceladas rápidas,

cuatro o cinco imágenes muy intensas,

y un hilo sutil para hilvanarlas.

 

 

—Alguien dirá esto de mí cuando haya muerto.

 

 

Apilo las tazas vacías con cuidado

bajo la atenta mirada del camarero,

que duda entre acercarse con diligencia

o esperar a que deje despejada la mesa.

Me divierte pensar que alguien dirá

hermosas palabras huecas acerca de mis poemas,

que habrá quien lleve flores (margaritas, lirios, calas)

a mi tumba (si hay tumba, que lo dudo)

una soleada mañana de domingo,

algún lector tal vez, posiblemente

un lector identificado con uno de mis personajes.

(Los nichos familiares fueron derruidos hace años,

nada queda en aquel cementerio junto al mar

sino restos de cal y arena revuelta.)

 

 

Escrito en una servilleta arrugada,

alguien comenzó a escribir un poema:

“Sentada en el corazón del bosque

una mujer puede parecernos absurda”.

Luego lo ha abandonado junto a la cucharilla,

como un retal sin importancia.

Alguien lo ha abandonado

y me ha concedido el testigo de sus palabras.

Hubo un tiempo en que yo también escribía

en servilletas de bar

poemas cálidos y arrebatados. Sonrío.

Saco un bolígrafo:

“Sin embargo, ella es el entramado verde,

la poderosa mano que enlaza ramas y raíces,

el pequeño pulmón de cada hoja”.

 

 

Pido un café. El camarero por fin retira

las tazas vacías con desidia.

Concentrada en el primer verso, en el segundo,

dejándome llevar por su música,

añado sin que el pulso me tiemble:

“Es ella, con sus cabellos sueltos

y un puñado de tierra en ambas manos,

quien concede un soplo de aliento a cada árbol”.

Volveré a casa y —como antaño—

pondré en limpio estos versos.

Una vulgar servilleta puede esconder un bosque.

 

 

“Sentada en el corazón del bosque

una mujer puede parecernos absurda.

Sin embargo, ella es el entramado verde,

la poderosa mano que enlaza ramas y raíces,

el pequeño pulmón de cada hoja.

Es ella, con sus cabellos sueltos

y un puñado de tierra en ambas manos,

quien concede un soplo de aliento a cada árbol”.

 

 

Cuando haya muerto, alguien desconocido

imprimirá frases de elogio en el periódico local,

alguien que ha compartido conmigo poemas, cafés,

servilletas arrugadas… y pensará

cuánto dolor y gozo

esconde un papel sucio, insignificante.

JOSÉ GANFORNINA, Un puñado de sal
JOSÉ GANFORNINA, Un puñado de sal

UN PUÑADO DE SAL

 

 

Para José Manuel Caballero Bonald,

habitante de las marismas del Guadalquivir.

 

 

Uma pedra

com a dureza de una pedra.

 

António Ramos Rosa

 

 

He olvidado quiénes fueron mis antepasados,

de dónde proceden sus mareas, qué casas levantaron con adobe,

qué círculos dibujaron sus vidas en la arena febril.

Únicamente poseo sal y algo de viento.

En Septiembre

un sol ardiente araña los esteros y evapora

el agua estancada, dejando venas blancas en las charcas,

diminuta sal cristalizada con paciencia.

Hoy visita el Levante sus dominios:

dios de la marisma,

reseca la piel, la sangre, esta costra

de limo y sus entrañas,

levanta fuego en los hombres, acucia la sed,

desenreda en las hembras un instinto primario.

 

 

Sin memoria, mis días van a merced del viento,

caprichosos, salinos.

Y cuando no quepa más sal en mis ojos

me dejaré llevar por el Levante,

su lengua seca y áspera

me arrastrará hasta el canal más profundo,

donde dicen que hay náufragos sin nombre, sin historia.

MIS DOMINGOS

 

 

mis domingos bostezan largos y perezosos

como libros a medias

en la mesilla de noche

la luz va levantándose a la par que los pájaros

una luz verde de domingo en rama

una luz silvestre de algodón

las sábanas inundan de ternura todo el aire

sus flores cubren la curva de mis pies

el cuerpo ronronea

se sabe apetecible aún

en la penumbra cálida de la amanecida

 

 

cuesta abrir los párpados

echar pie a tierra

coger las riendas de un día tan largo

 

 

despierto a mi jilguero con ración doble de alpiste

abro puertas y ventanas

y entra lento muy lento un domingo carnal

los gorriones ya se han percatado

de la presencia de un platillo de pan

se arremolinan en torno

como niños que jugaran a robarse las migas

picotean mi corazón de pan

mi corazón tierno

su miga ingenua

cada domingo

los mirlos se acercan a dar los buenos días

el caracol avanza su metro de nostalgia

las hormigas laboran de sol a sol sin pausa

 

 

y yo aquí en el Edén

con mi pijama verde

con la pereza dominical del buen samaritano

UNA SOLA NARANJA

 

 

El más antiguo de estos nombres sigue

siendo el más significativo: las Hespérides.

 

Marguerite Yourcenar

 

 

Una sola naranja podría contener todo el zumo de la vida

y darte la saciedad que buscas,

la hermosura de un verano junto al mar,

la pulpa exprimida de los días.

 

 

Los huertos van resbalando hasta la orilla

colina abajo, con la ebriedad de su perfume,

como mujeres en celo. Los naranjales se extienden

a lo largo de la costa, generosos, femeninos.

La mano que los plantó conocía el mundo.

 

 

Robemos algunos frutos como si se tratase de un botín

mágico: los dioses nos han puesto a prueba,

hemos llegado a estos confines con la certeza

de haber sido convocados para obtener la inmortalidad.

Saciar la sed es fácil, ahora que tenemos los dones

al alcance de la mano. Solo precisamos osadía.

LA ARENA AÚN ESTÁ TIBIA

 

 

La arena aún está tibia y es agradable

tumbarse un rato más, dejarse arrastrar por la pereza.

Los pies se hunden en la arena.

Las manos se hunden en la arena.

Una arena cóncava y mullida que abraza todo el cuerpo.

No hay prisas. El barco no saldrá hasta medianoche.

Pasaremos un par de horas en el cafetín del muelle

viendo disiparse las últimas luces tras la escollera.

 

 

Desde el ventanal las barcas parecen misteriosas,

apenas tangibles, una acuarela de principiante.

El aroma del té con menta inunda todo el local

y me trae a la memoria una piel melosa,

saboreada muy despacio.

Ahora los amores tienen un amargo regusto,

han comprendido la inutilidad de la belleza

y el alto valor que se paga

por cada instante de fragilidad.

 

 

Desde el ventanal las barcas nos invitan

a un compás simétrico. Sorbemos el té.

La marea está subiendo y nos preparamos

para un viaje que no tendrá retorno,

así que mejor no desperdiciar nada del vaso.

JOSÉ GANFORNINA, Hora de la siesta
JOSÉ GANFORNINA, Hora de la siesta

HORA DE LA SIESTA

 

 

Arde la tierra y nos empuja directamente al sueño,

a un lecho en penumbra, bajo la luz tamizada

de las habitaciones interiores.

Se oye a lo lejos una fuente. Debe tratarse

de un pequeño surtidor entre aspidistras y jazmines

que vimos en la pared de un patio.

Van cediendo mis párpados. El sueño invita

a sus huéspedes: sopor, lasitud, pereza,

una entrega amorosa sin condiciones.

Indefenso y desnudo, siento que se apodera de mí

y en mi carne penetra

como haría un cuchillo en la pulpa,

blandamente,

sin esfuerzo.

EL VENDEDOR DE ESPECIAS

 

 

En este arriate brotan tomillo, lavanda, hierbabuena.

Más allá crecen romero, espliego, salvia, orégano, cardamomo.

Cada cual debe descubrir su alma —explica—

y darle los cuidados pertinentes para que crezca frondosa.

La mía posee raíces atormentadas y hojas insatisfechas

que anhelan la luz de los rayos solares.

El vendedor de especias con gusto me vendería

a un cliente exquisito, pero teme

los efectos nocivos de un alma como esta

y el perjuicio que puedo acarrearle a su negocio.

No obstante, no se atreve a arrancarme de cuajo

como a una mala hierba

y cuando algún caprichoso por mí se interesa

rápidamente lo aparta hacia otro arriate

invitándole a probar suculentos platillos

que le hagan olvidar por completo

tan raro espécimen del huerto.

 

 

Solo traerás desgracias —confiesa—

pero no sé resistirme a tu encanto.

JOSÉ GANFORNINA, Van rodando a tierra
JOSÉ GANFORNINA, Van rodando a tierra

VAN RODANDO A TIERRA

 

 

Van rodando a tierra los limones

y en tierra se pudren, oscuros, minerales

como la tierra misma,

sin mano que los recoja.

Apenas ayer eran oros pendientes,

redondas y completas criaturas

asomadas a la vida.

 

 

Se aleja la tormenta y los árboles

desflecan, conmovidos, las aguas sobrantes.

Arroyos espontáneos surgen en busca de un cauce.

 

 

Me pongo a contar, emboscados entre el verde,

los frutos que han resistido el aguacero,

asustados aún por el fragor de la Naturaleza.

Temblando, he recogido cinco o seis

limones entre el barro.

Un aire desteñido y limpio anuncia un nuevo día.

JOSÉ GANFORNINA, Amargas las aguas
JOSÉ GANFORNINA, Amargas las aguas

AMARGAS LAS AGUAS

 

 

Acodados en la proa

vemos deslizarse aguas turbias

río abajo

y una sensación de náusea nos embarga.

 

 

Río abajo,

vamos vaciándonos.

Atrás quedan sombras, óxido, podredumbre,

peces muertos flotando sobre un costado,

maderas desvencijadas.

 

 

Más agrias a medida que la barcaza avanza,

más oscuras y siniestras, se abren en dos 

para dejar pasar la quilla.

 

 

Vieja barca en la sinuosa corriente

fatigada por el curso de los años,

¿qué brazo del río te dará sepultura?,

¿qué lengua de fango te irá succionando

hasta dar con el costillar en los fondos?

 

 

Río abajo

avanzamos sin memoria, sin respiración,

como dioses sombríos.

Amargas las aguas, gastadas nuestras vidas.

EL FONDO DE LA NOCHE

 

 

Miramos por los ojos pero vemos por la mente.

 

 

¿Acaso poseo los cuerpos sin luz

que se me entregan de noche,

la tierra temblorosa, el hilo de la araña,

el morado corazón de la madreselva

o la penumbra desnuda de las sábanas frías?

 

 

A oscuras, tan a oscuras,

cualquier susurro agita las raíces.

Es difícil distinguir la muerte

entre hojas tan menudas

pero sé que, al acecho, escondida,

me vigila esperando

un instante de descuido para saciarse.

 

 

Miramos por los ojos pero vemos por la mente.

 

 

¿Acaso poseo el vuelo de la libélula

o el infatigable entramado del hormiguero?

¿Es mío, acaso, el aletear de un pájaro

preso entre las ramas del ciprés

o el calor que supuran las anchas hojas del ficus?

El agua respira a borbotones,

conoce mi sed antigua.

La noche nupcial me envuelve en su gasa.

 

 

A oscuras, tan a oscuras,

oigo latir mis venas en apretado nudo

y me dejo llevar por una acequia roja

hasta el fondo de la noche.

 

 

Miramos por los ojos pero vemos por la mente.

 

Enrique Mellado
Enrique Mellado

COMIENZAN A ALARGARSE LAS TARDES

 

 

Comienzan a alargarse las tardes

y el jardín se ha llenado de flores fucsias

–tan exóticas y brillantes

que parecen de plástico– .

Compiten con las humildes florecillas

del jaramago y el abanico verde de las malvas.

La Naturaleza se muestra exuberante estos días

y mi corazón empieza a crepitar:

un fuego recién encendido

que fuera cogiendo fuerza bajo el sol.

Por fin los días húmedos y neblinosos

han dado paso a tardes de una calidez inesperada.

Vuelven a estar en flor las retamas,

cuajadas de blancura.

Vuelven las golondrinas a ocupar

antiguos nidos, recién llegadas.

Ojalá volviera con fuerza el amor perdido

a darme la mano y llevarme por veredas fragantes,

siquiera unas horas, cuando la tarde decline

y los mirlos me recuerden la soledad.

MAYO

 

 

Un reguero de hormigas disciplinadas

entre los excrementos de pájaro,

hojas secas y flores mustias de hibisco,

alpiste caído de la jaula.

Las altas temperaturas han secado

las enredaderas y las margaritas silvestres,

y hace tiempo que las malvas

apagaron su luz morada.

Apenas sombra queda para los gorriones

que buscan cobijo en el limonero.

En los cordeles se columpia un sol de fuego.

En los muros se derrama cual lava.

Un cielo azul brillante,

casi turquesa.

 

 

Ambos indefensos, pero diferentes.

Frente al desfile silencioso de las hormigas,

la algarabía desordenada de los gorriones;

frente al gesto conventual a ras de suelo,

las risas alegres en el aire, un temblor ágil;

frente a una fila de penitentes rastreando la tierra,

escudriñando cada rincón del jardín,

un revoloteo nervioso, desconfiado, impulsivo,

como un corro de niños en un patio.

Mi espíritu no es gorrión ni hormiga,

pero algo posee de uno y otro:

orden monástico y rebelión romántica.

 

INVITACIÓN

 

 

Estábamos atravesando el arenal de Septiembre

y los días aún hacían sentir su peso cálido

en ambos platillos de la balanza

gracias a los vientos del Este,

que extraían de las entrañas de la tierra

un polvo espeso, calcinado y huraño.

Las horas transcurrían lentamente

y en el sopor de la tarde luminosa

las sábanas se antojaban más resbaladizas

y los relojes más torpes.

Los días solo parecían propicios para el sueño

cuando vino apremiante la escritura.

Pidió silencio conventual y tinta, café amargo,

papel, excitación, desasosiego.

Lo que en aquellas tardes fuimos tramando ella y yo,

solo lo conoce el viento áspero del Este.

SECRETOS DE ALCOBA

 

 

1

 

 

El amor: un viento niño

que revolotea por las mañanas

alterando el orden doméstico

y deshoja las páginas del cuerpo

con risas. Jugando

confunde la sal y el azúcar de las lenguas

y pone hileras de hormigas

en la miga sabrosa de pan con que amanezco.

Zalamero, envolvente, tierno, párvulo,

el amor me arrastra río abajo

y de nada me valen los remilgos

si despierta dispuesto.

Mis muslos se abren cual naranja,

dos gajos olorosos, rebosantes de jugo,

inquietos por la sed que los devora.

Y él va picoteando acá y allá sin prisas

hasta enfilar el centro de la fruta.

 

 

 

2

 

 

Lluéveme, pregunta, implora,

escánciame, empuja, aprieta,

aquiétame, sorbe, inventa,

rómpeme, estruja, explora,

tenme atada de manos y de lenguas,

desátame la furia y la vergüenza,

requiébrame,

destrózame,

apréndeme,

sé mío y de mi nombre solamente,

sílaba a sílaba desgájame,

hueso a hueso párteme

en dos

en dos

en dos mitades.

 

 

 

3

 

 

Mira el delta del río,

su ancho cauce parece

una gacela dormida al sol de Marzo,

animal que no presiente el peligro

y se deja arrastrar por el collar del sueño.

 

 

Tras el amor mi cuerpo es delta

laxo y curvo, derrotado,

un derramar de márgenes,

una envolvente humedad,

un remanso

de aguas calmas.

 

 

 

 

4

 

 

Pajarillo,

pequeño pajarillo,

tu risa se ha colado bajo las sábanas

y me hace cosquillas tu alón mullido.

 

 

Entre el calor y el frío

que va de mi boca a tu boca,

eres un gorrión silvestre

que salta nervioso cuando lo llamo.

 

 

La saliva se me llena de ternura

y a mis labios te acercas

para comer en ellos las miguitas de pan

del nuevo día.

 

 

Te asomas a mis ojos con ojillos redondos

como si te asomaras al embozo del mundo

y en mis pechos pretendes

colgar un nido de travesuras.

RETORNO A LA ISLA

 

 

Para Johana Ortega Rodríguez

 

 

Voy entrando en la isla.

Aminoro la velocidad del auto,

bajo la ventanilla

para que el aire me dé en el rostro

y derrame de golpe

su olor a algas.

 

 

De lejos relucía

blanca, fosforescente,

como un pez cubierto de escamas.

Ahora puedo abarcarla,

es un cuerpo de orillas redondeadas

marea tras marea,

una montaña de sal

que esconde su oscuro centro.

 

 

Cuántas veces ansié regresar a este límite,

oír el rumoroso embate de las olas contra la piedra ostionera,

tocar con el índice el haz luminoso del faro

y temblar como temblaba de adolescente,

cuando el cuerpo era una flexible duna de oro,

una cabellera de sal esparcida en las olas atlánticas.

CASA ESQUINADA

 

 

Para Ana Sofía Pérez-Bustamante Mourier

 

 

En esta casa esquinada

con su corpachón encalado,

vivió sin pausa pero sin prisa

una mujer sencilla

rodeada de silencio y blancura.

En esta pared están las máscaras

que tanto amó, de madera, barro o paja,

colgadas con gusto y equilibrio.

Este es el sofá de piel en que gustaba

pasar las tardes leyendo,

y esta una butaca que tiene

impregnado su olor, la horma de su cuerpo

menudo y curvo.

Sus libros ocupan varios cuartos de la casa.

Siguiendo los estantes con la vista

es fácil descubrir cuáles fueron sus gustos

y cuáles disfrutó con placer y ternura.

Aquí descansa su cama, toda blanca;

aquí sus sueños, su ropa, sus perfumes;

aquí el cuadro de Lempicka sobre el cabecero:

una invitación a la sensualidad y a la carne.

A saber qué amantes se entregaron a ella

en este lecho y bebieron su agua

y vieron brillar sus ojos de pez escurridizo

y ardieron y temblaron y gritaron de goce...

Hay cajones que esconden toda una vida,

blancos, cerrados, rectangulares.

Abro uno al azar, collares de grandes cuentas

conspiran en este pequeño reino.

Por esta ventana vio el mundo: un limonero,

grandes macetones con plantas aromáticas,

un barrio de chalets de clase media,

naranjos, mirlos, cielo azul

derramándose sobre muros blanquísimos.

En esta casa conoció la soledad, el deseo,

la angustia de sentir, el sobresalto

de amanecer viva cada mañana.

En esta casa escribió poemas

para que alguien un día los leyese.

Pequeño caracol en su concha íntima,

aquí dejó mensajes

que aún no sé descifrar.

MI ALMA NO HA CRECIDO EN VEINTE AÑOS

 

 

Mi alma no ha crecido en veinte años,

todavía es ingenua y caprichosa,

ligera como una muchacha de doce o trece.

Tan inmadura e infantil resulta,

que me avergüenza mostrarla ante extraños.

Solo le permito deambular por cuartos en penumbra,

asomarse al balcón y aspirar el aroma de las plantas.

A ella no parece preocuparle

vivir escondida y apartada de todos,

feliz en su ignorancia. Casi diría

que este rincón alejado le gusta

y disfruta lejos de rumores y habladurías,

frágil como una muñeca de porcelana

que solo se saca de su caja de cartón

en contadas ocasiones, más para lucirla

que para jugar con ella.

AMORES DIFÍCILES

 

 

Los últimos rayos de sol se cuelan

entre las ramas cimbreantes del naranjo

haciendo brillar los frutos encendidos.

Mientras alzo una copa al cielo,

me embarga la nostalgia de otros días

en que tú y yo brindábamos

impetuosos, ardientes, sin conciencia de culpa.

Glorias y miserias han quedado atrás,

tachadas en lejanos calendarios,

y hoy el paraíso se concentra

en este atardecer sereno

y esta copa de vino afrutado.

Nunca estuve a la altura de tus sueños.

Insatisfecha, a menudo incumplí lo pactado,

aquel cúmulo de quimeras

nunca logró convencerme.

He añadido cáscara de naranja y canela en rama al vino.

Me gusta paladearlo en breves sorbos,

disfrutar de los últimos rayos de sol

sintiendo que mi vida se funde

entre el verdor del ramaje.

¿Qué esperabas de mí?

Tú eras viento y yo montaña,

tú el pájaro y yo la rama,

tú el agua del torrente y yo la piedra con que choca.

El tiempo no se ha detenido

pero mi espíritu se aferra a este lugar

y observa inmóvil el devenir de los astros.

 

 

HE DEJADO CORRER MI VIDA

 

 

He dejado correr mi vida

como un grifo abierto cuya agua

se pierde hacia la nada.

Me equivoqué muchas veces,

mas no me arrepiento.

Desde siempre supe que sería así:

apenas rozar la arena sin hundirme,

dejarme llevar por el viento y las olas,

respirar sin prisas observando todo

sin involucrarme.

Desestimé los vicios pero también las virtudes.

Amé los libros y los libros me amaron.

 

 

He vivido en soledad conmigo

sabiendo que llegará la muerte

y habré de hacerle hueco. Mientras tanto

placer e inteligencia se han hermanado

en el juego de la vida.

La austeridad ha primado sobre el lujo.

La belleza ha triunfado frente al caos

y he ordenado mis días a capricho,

serena, dócilmente,

sin exceso, sin rabia, sin dioses.

 

LA HORA DE LOS PÁJAROS

 

 

Sentada en el jardín, me dispondré

a observar los pájaros, su herida de luz,

y olvidaré la tristeza de un lunes

cargado de mediocridad.

Gracias a las aves parecerá el aire más limpio.

Su aleteo nervioso me conmueve.

Ágiles, de rama en rama, de teja en teja,

aprovechan los últimos rayos de la tarde.

Junto a ellos, mi pecho oprimido es capaz

de tomar altura y sentir

que la losa del día deja de aplastarme.

Mis brazos se tornan alas

y siento elevarme ingrávida. 

Qué insignificante

se ve mi jardín desde sus nidos.

Desde allá arriba

mi casa parece una lujosa cárcel blanca.

 

LADRÓN DE FLORES

 

 

por las tardes me ausento

escapo de mí

para visitar otros jardines

 

 

resulta fácil saltar la cancela

apropiarse de espacios ajenos

durante unas horas

 

 

desnudos los pies van hollando la tierra

se aproximan al borde del estanque

decenas de ranas se estremecen

tiemblo

 

 

me tumbo bajo robles descomunales

—soy la sombra del roble—

lamo las flores carnosas de la adelfa

—su veneno mortal me paraliza—

froto mis pechos con los delicados

pétalos de jazmín recién abiertos

—también los dioses se ungen con su aceite—

como una hormiga curiosa

voy escudriñando cada oquedad de la hiedra

avanzo entre hojarasca y escalo

el tronco del ciprés

en busca de algo etéreo

un no sé qué inquietante

de libélula

 

JOSÉ GANFORNINA, El cardo seco
JOSÉ GANFORNINA, El cardo seco

EL CARDO SECO

 

 

Para José Ganfornina

 

 

Al declinar la tarde, las nubes van cubriendo

con sus flecos morados un cielo amenazante.

Hace tiempo que el campo pide agua a raudales

pero las nubes pasan sin detenerse, raudas.

 

 

Mi corazón también espera una tormenta.

Seco y quebrado, aún sueña encontrar su agua:

la humedad de unos besos y una boca sedosa

a la que no le asusten mis descarnadas púas.

 

 

¿Por qué las nubes pasan sin detenerse nunca?

¿Por qué mi tallo a punto de marchitarse está

entre hierbas pardales y yermas esperanzas?

Las lágrimas que el cielo me niega, aguardo aún.

 

JOSÉ GANFORNINA, Jardines de lava I
JOSÉ GANFORNINA, Jardines de lava I
JOSÉ GANFORNINA, Jardines de lava II
JOSÉ GANFORNINA, Jardines de lava II

JARDINES DE LAVA

 

 

Para José Ganfornina

 

 

En el ojo que observa está la lava

candente y áurea,

magnética.

Cuando la Naturaleza proclama su poder,

tiemblan en mi pecho

las rocas, el sulfuro, las aguas subterráneas

nacidas del misterio más profundo,

tanta belleza que despierta

del letargo

y derrama sus fluidos.

Una nueva mirada surge

de la eclosión del mundo.

Pareciera estallar la herida,

como si nunca hubiese cicatrizado,

escapándose en leves fumarolas

y supurantes ínsulas de magma.

 

JOSÉ GANFORNINA, Caracolas
JOSÉ GANFORNINA, Caracolas

CARACOLAS

 

 

Mis pies van hundiéndose en la arena,

leves, casi incorpóreos.

¿Cuántos siglos hicieron falta

para limar la roca y convertirla

en suave polvo dorado,

jardín mullido a las puertas del mar?

Me agacho y recojo

conchas desnudas,

zarandeadas por el flujo y reflujo

de las corrientes,

restos de un Edén primitivo.

Febrero las ha ido depositando en esta playa

al alcance de mi mano,

caprichosas en sus formas,

diversas e irregulares.

Observo sus universos cóncavos

y los comparo con mis pequeños pies

hundiéndose en la arena.

 

JOSÉ GANFORNINA, Torbellinos de aire
JOSÉ GANFORNINA, Torbellinos de aire

TORBELLINOS DE AIRE

 

 

Torbellinos de aire

envueltos en la noche

que escudriñáis los árboles.

 

 

Torbellinos de amor

que enredáis las ramas

en abrazo sonoro.

 

 

Cruzáis mi pecho

como vientos que rolan

de Levante a Poniente.

  

 

Ora sopla del mar:

las hojas se empapan

de humedad salobre.

 

 

Ora sopla de tierra:

aires minerales desecan los frutos

pendientes de las ramas.

 

 

De noche todo tiembla.

Diríase que el amor

se ha convertido en aire.

 

 JOSÉ GANFORNINA, Objetos naturales
JOSÉ GANFORNINA, Objetos naturales

OBJETOS NATURALES

 

 

Los amantes dibujan un paisaje de ramas trenzadas,

temblorosas.

Sus raíces se buscan:

unos pies tantean otros pies,

tímidamente responden,

se estiran,

se repliegan.

Susurra el viento entre hojas.

 

 

Un rizoma de cañas

sobresale de la ciénaga

resistiendo los embates de la corriente.

Sus raíces se enlazan

y trepan hacia el aire dormido.

Un olor dulzón

emana del fango.

 

JOSÉ GANFORNINA, Azucena de mar
JOSÉ GANFORNINA, Azucena de mar

AZUCENA DE MAR

 

 

Há palabras imensas, que esperam por nós

e outras, fragéis, que deixaram de esperar.

 

Mário Cesariny

 

 

una mañana de verano

una mañana de verano como tantas otras mañanas

paseando indolente

balanceando el cuerpo como hacen las gaviotas

que aprovechan ráfagas cálidas para ascender

podrías dejar el asfalto a un lado

quitarte los zapatos con alivio

y sumergir audaz en la arena tibia

unos pies acostumbrados al cuero el dolor la apatía

 

 

te falta valor para arrancarla

arrancar de cuajo

una azucena de mar

desde lejos te ha parecido una voluta espumosa

en medio de la duna

y al acercarte

te ha impregnado su olor dulzón

dulcísimo

más que dulce

 

 

si ella fuera dócil

si ella fuera complaciente

si ella fuera tan bella

si ella te emborrachara con su aroma de azúcar

si en vez de mujer fuera azucena de mar

contoneándose en medio de la duna

 

 

finalmente la arrancas con gesto furtivo

la escondes bajo la camisa

temeroso de que alguien haya presenciado el hurto

unas gotas de savia blanquecina

manchan la tela de algodón

 

 

si ella buscara con larguísimas raíces agua dulce

si ella durara solo lo que dura un verano

si se dejara arrancar blanca y sumisa

 

 

bajo la camisa

anda agitado y suelto tu corazón

nervioso ladronzuelo

de vuelta a casa

con el deseo a flor de piel

 

JOSÉ GANFORNINA, Ala rota del viento
JOSÉ GANFORNINA, Ala rota del viento

ALA ROTA DEL VIENTO

 

 

¿Es la flor quien agita

un molinete de viento

al compás de la tormenta?

 

 

¿Es el viento quien sacude

la penumbra morada de la flor

y la desfleca sobre un acantilado?

 

 

¿O tal vez la mente nos engaña

e inventa flor y viento

entrelazados en un jardín remoto?

 

 

Una bruma malva

que empapa de sal los pétalos

va trepando por la roca.

Abajo, la espuma de mar embiste el farallón

y se eleva en vertical codicia,

queriendo atrapar esa otra espuma leve,

desgajada ya por el embate

de los aires, ala casi rota,

que compite en blancura con las olas.

 

JOSÉ GANFORNINA, Una bandada sobrevuela la marisma
JOSÉ GANFORNINA, Una bandada sobrevuela la marisma

UNA BANDADA SOBREVUELA LA MARISMA

 

 

Un viaje puede abarcar la vida.

Ayudados por las corrientes vamos atravesando

la marisma, los diferentes caños

que alimentan el gran canal.

Las aguas se dispersan y finalmente confluyen

en un mismo objetivo: avanzar hacia el mar

que aguarda paciente tras el cordón de dunas.

Agitamos las alas al tiempo que oteamos

esclusas, lagunas salobres, meandros, sedimentos.

A lo largo de las estaciones

el viaje se torna cíclico,

un ir y venir en continuo desgaste.

Consiste en ensanchar el espacio,

sentirnos parte integrante del paisaje,

respirar al unísono cual materia viva.

 

JOSÉ GANFORNINA, Tríada solar I
JOSÉ GANFORNINA, Tríada solar I
JOSÉ GANFORNINA, Triada solar II
JOSÉ GANFORNINA, Triada solar II

TRÍADA SOLAR

 

 

En el principio fue la oscuridad y el verbo,

pura envoltura y molde.

Y las tinieblas se fueron despejando,

y sus hilachas cayeron en lo hondo del valle

y surgieron tres soles luminosos.

Gaia los creó con su aliento primario

dándoles la curvatura de su vientre,

su color de trigo maduro.

Giraron en los cielos

errantes, furiosos, fugitivos,

poco a poco aplacándose

hasta encontrar equilibrio.

 

 

Tres soles se elevan entre montañas.

Tres soles se sumergen en los lagos.

Dominan día y noche.

De día, nos arrebatan del sueño

y nos lanzan a un espacio inaudito

donde todas las formas irradian luz propia;

de noche, nos zambullen

en la humedad misteriosa de las aguas,

atraviesan el mundo subterráneo

y afloran de nuevo entre brumas.

Gaia los creó con su aliento:

tres metáforas de las edades del hombre.

 

JOSÉ GANFORNINA, Agua luminosa
JOSÉ GANFORNINA, Agua luminosa

AGUA LUMINOSA

 

 

¿Para qué guardas, di, la piedad de tus horas

y esas manos inertes sobre el regazo frío?

 

Pilar Paz Pasamar

 

 

¿Para qué guardas, di, tanta hondura,

tanta cavidad insospechada?

¿Para quién este silencio solitario?

¿Tal vez para el pájaro

que ha cesado su trino y ha bajado

a beber de tus aguas?

Por un instante su pico ha ingresado en tu seno,

su cuerpo se ha reflejado inmóvil, asustadizo

y, refrescada su sed,

ha alzado el vuelo hacia la rama más cercana

donde seguro vuelve a sentirse entre el ramaje.

Un rayo de luz acude a besar tu espejo

y penetra en afilado abanico,

derecho hacia tu centro puro y frío.

¿Por qué dejas, di, que la luz te visite

y reine en las oscuras oquedades de la piedra?

Iluminada, pareces una criatura viva

desperezándose del sueño

con un ligero temblor.

 

JOSÉ GANFORNINA,  Avanza igual que nube
JOSÉ GANFORNINA, Avanza igual que nube

AVANZA IGUAL QUE NUBE

 

 

Todo lo que es hermoso tiene su instante, y pasa.

 

Luis Cernuda

 

 

En la duna no hay dioses ni plegarias.

Dormida, se abre en brazos de la muerte,

más cóncava cuanto más empuja el sol

su curva eterna.

Solo unos juncos silvestres

le han ganado la batalla,

melena al viento;

un viento que agita con usura este penacho

desplazando a su antojo las arenas de cuarzo.

 

 

Materia fragmentaria,

flexible, etérea,

avanza igual que nube

hacia un mar latente.

 

JOSÉ GANFORNINA, Torrente en primavera
JOSÉ GANFORNINA, Torrente en primavera

TORRENTE EN PRIMAVERA

 

 

Adelfa rosa, amarga,

guardiana de las márgenes.

Vigía agridulce, combada hacia el abismo,

desde el pretil escrutas

poderosas corrientes.

Llegó la Primavera sin aviso

y te nació una rama cuajada de flores

que sueña sumergirse y nadar río abajo

hacia un país de arenas sin retorno,

pero tu brazo firme la retiene en lo alto

cuidando que no caiga confiada

y un remolino turbio la arrastre.

¡Tan largo viaje el que lleva a la muerte!

Aún no está preparada esta rama temprana.

Sálvala, tú que puedes, de adentrarse en las aguas.

 

JOSÉ GANFORNINA, Mundo subterráneo I
JOSÉ GANFORNINA, Mundo subterráneo I
JOSÉ GANFORNINA, Mundo subterráneo II
JOSÉ GANFORNINA, Mundo subterráneo II

MUNDO SUBTERRÁNEO

 

 

Hay otro mundo.

Hay otro mundo que está en la otra orilla del Leteo.

Esa orilla es la memoria.

 

Pascal Quignard

 

 

Padre, padre, ¿dónde estás?,

¿tan profunda es la muerte que no te encuentro?

Me he internado en la caverna

venciendo todos los miedos

pero no te he hallado en la colada,

ni en la estalagmita altiva,

ni en las oquedades de caliza.

 

 

Tú que amabas la luz de los campos dorados

y el canto de la chicharra

en el sopor caliente del verano,

¿qué has venido a buscar a estos recodos

donde reinan la humedad y la noche?

Al contacto con la roca

tu piel se ha vuelto verde, luminiscente,

y el compás de tu pecho es ahora el compás

de la gota de agua que cae al abismo.

Tú que amabas el viento escondido en los chopos

y el olor dulzón de la higuera silvestre,

¿qué corredores de aire viniste a buscar?,

¿qué amargos frutos del subsuelo te alimentan?

 

 

Tu aliento es la cabrita que se aferra

y asustada busca una arista a la que saltar.

Una sima profunda, un precipicio la aguardan.

El juego aún no ha terminado

y antes de despeñarte finalmente a la nada

la muerte te ofrece otra oportunidad entre tinieblas.

 

JOSÉ GANFORNINA, Interior de manantial
JOSÉ GANFORNINA, Interior de manantial

INTERIOR DE MANANTIAL

 

 

Sumérgete. Bucea.

Difuminemos la distancia exacta

que nos separa de cada objeto,

la línea imaginaria entre dos puntos:

un yo y un otro

aparentemente lejanos,

aparentemente contradictorios.

Bajo las aguas las distancias dejan de ser reales

y se convierten en metáforas silenciosas.

Fuera se alza un mundo de precisión.

Dentro del manantial

es otro el equilibrio y el concepto de pureza.

 

 

La luz llega de arriba

– misteriosa, tibia –

y su haz de hilos temblorosos

hace brillar entre rocas

un corazón desnudo y navegable.

 

JOSÉ GANFORNINA, Girasol
JOSÉ GANFORNINA, Girasol

GIRASOL

 

 

Un girasol paciente al borde del camino

se abre majestuoso. El viento, el sol, la lluvia

–tres dioses irascibles que imponen sus designios–

hacen girar su tallo de un modo caprichoso,

y la flor obedece a esas fuerzas mayores.

Los días se suceden sin que pueda librarse

del destino fijado: como una marioneta

va siguiendo la ruta de unas nubes distantes.

Ajado, débil, seco, quemado por los rayos,

finalmente las aguas lo arrastran hacia el fondo

de un carril polvoriento, donde ceniza encuentra.

 

 

JOSÉ GANFORNINA, Roca encantada
JOSÉ GANFORNINA, Roca encantada

ROCA ENCANTADA

 

 

La piedra elemental

muestra sus caprichos:

lo que ayer era atisbo naciente

hoy se dispersa, desvaneciéndose.

 

¿Qué ventisca fue deshilachando la roca?

¿Qué lluvia la erosionó?

¿Qué aves dejaron aquí su huella?

 

Una ciudad encantada,

nacida del azar,

ser vivo

que nace y se alimenta y muere.

El ciclo de la vida

en todo su esplendor.

 

La lengua de los dioses

va modelando la arcilla

mientras el viento se afana

en sortear torres.

 

JOSÉ GANFORNINA, Hoja desnuda
JOSÉ GANFORNINA, Hoja desnuda

HOJA DESNUDA

 

 

Al caer la tarde hemos ido bajando

por el caminillo de los huertos

hasta el jardín de las chumberas

y allí he recogido una penca del suelo.

Un mundo fascinante se abre ante los ojos

cada vez que observamos la naturaleza.

La vida, en este caso, nos regala

sajaduras, cavernas, laberintos,

retículos esponjosos, sustancia adormecida.

La humedad fue abandonando la hoja

y dejando al aire su estructura,

un misterio que ahora se nos muestra

desguarnecido y frágil,

a la intemperie,

pero no exento de emoción.

 

RETAMAS BLANCAS

 

 

Su nieve pulcra y diminuta

a mediados de febrero

ha llenado mi casa con aroma dulzón.

Silenciosa y flexible se comba la retama.

Su tallo esbelto, agraz,

despertó de pronto mis sentidos

y la vida adormecida

dio paso al esplendor de primavera.

¿Qué misterio es capaz de renovar el aire

a su capricho?

Mantilla de encaje y blonda, se convierte

en alfombra crujiente al más leve

abanico del viento.

 

 

LA PIEL

 

 

Ola de orígenes remotos
que avanza ondulante
a ritmo de mareas.
La piel es balanceo,
un espejo turquesa
en el que el sol reposa a mediodía.
Los vientos van limando sus surcos
de espuma,
extrayendo ternura
donde antes hubo solo
amor a la deriva.

JARDÍN DE ARENAS MOVEDIZAS

 

Amores circulares no abundan.

Asusta su estela sanguinolenta, su furia desatada,

pero lo insensato atrae más

que la más pura de las virtudes celestiales. 

 

Yo lo amaba. El mundo era perfecto. 

 

Con un temblor de cielo primitivo

mis brazos abrazaron sus brazos,

y tanta sed de siglos reprimida

encontró al fin un pozo fresco.

Desbocada.

Sin freno.

No podía ser sino conflicto.

Para ennoblecer tanta barbarie

inventé palabras con cuerpo de nube, etéreas, 

más quiméricas cuanto más hermosas.

Un mundo voluptuoso, cilíndrico, heroico

dio paso a la Poesía.

Tuve que matar la placenta del mito

para poder regresar a un tiempo ordinario,

y de este modo poder escapar

de aquel jardín de arenas movedizas.

 

NATURALEZA DERRAMADA

 

Cuando los cielos graves me rodean

y a punto de asfixiarme están

sus densos nubarrones,

siento brotar en mí una simiente

y elevarse

una fíbula verde en medio de la angustia.

Ascienden las corrientes subterráneas,

giran en torno al nuevo brote

como planetas alrededor de un sol fecundo,

y Cielo y Tierra parecen compenetrarse,

vigor y contemplación uniendo.

Es hija la alegría del deseo,

fruto de la lucha contra las tinieblas.

Su cuerpo tembloroso

se muestra efímero y leve, pero presenta

un triunfo no exento de orgullo

en medio de un jardín de emociones.

 

ROJO PONIENTE

 

Tocaré el rojo poniente con la yema de los dedos

hasta que el calor se extinga.

Me quedaré a solas con la noche.

Respiraré el aliento de las algas

y dejaré que me abrace hasta el amanecer

la humedad de la arena.

La soledad acudirá a mi llamada

como un halcón neblí.

Acompasada por el gemido de las olas

no tendré temor de mi cuerpo.

Te daré el verano y las uvas agraces,

pero no dormiré nunca más a tu diestra.

MAREAS ALTAS

 

 

Para Mamen Fernández Bernal

 

 

 

Soy el cordaje amargo del mar.

Soy un viejo navegante que ha aprendido

a perder la ruta y encontrarse.

Soy la soledad de la vela rasgada por el poniente.

Soy un alga flotando a la deriva.

Soy la sal de una herida abierta, que escuece.

Soy la curva cóncava de las conchas

bajo el sol brillante de junio.

Soy el pulmón del náufrago, una agalla

que ha resistido la tempestad.

Soy la estela nupcial de los barcos.

Soy el atún acorralado en la almadraba,

consciente de su suerte.

Soy el bajel pirata que robó

el corazón aturdido de los hombres.

Soy una gaviota suspendida en el aire.

Soy el temblor de la duna.

Soy la ondulante sirena que cantó para Ulises

 

y conoce el abismo, la locura, la muerte.

LOS SENDEROS DEL BOSQUE

 

 

Los senderos que van al bosque siempre se bifurcan.

Los senderos que van al bosque laten sin prisa.

El pulso del bosque es una cadencia lenta

y tu respiración, cuando te internas entre los troncos,

se va acoplando poco a poco a la suya,

hermanándose.

Los senderos que se adentran en el bosque

no sienten calor ni frío. Despliegan sus manos

y el bosque va plantando árboles en sus dedos extendidos.

Tú, en cambio, sientes calor cuando enredo mi lengua

en la tuya, cuando paso la yema de los dedos

por tu cuello, dibujando un riachuelo serpenteante.

Te agitas y me miras como cervatillo camuflado en la espesura.

Vamos dejando un rastro en el manto de hojas del otoño.

Una luz amarilla se eleva por los troncos

y va tornando el aire de ocre claro.

Cruje la hojarasca al compás de nuestros cuerpos.

Raíces, tierra, cortezas, ramas, copas, nubes.

Ladera arriba la respiración se va entrecortando,

inquieta por la masa vegetal que nos cobija.

Te asusta la niebla, intentas sortearla

igual que sorteas las ramas caídas que impiden

avanzar en línea recta.

Cada bosque es un temblor dilatado.

Cada bosque es el viento que se acurruca en sus ramas.

Cada bosque es un álbum familiar en que colgamos recuerdos.

Cada bosque es una ráfaga de luz colada

entre espesas copas,

un diálogo efímero con el misterio.

Coge tu palo de avellano y adéntrate sin miedo

en el corazón del bosque, donde más mullido es el musgo.

El tacto de la madera hará que aflore tu voz interior,

esa voz dormida en los últimos años.

Los anillos del tronco te hablarán de ti cada otoño.

Adentrarse en el bosque es adentrarse en uno mismo,

buscar una vida dentro de otra,

un anillo dentro de otro anillo.

hallar tu respiración en cada respiración latente.

 

 

SEÑOR, EL BOSQUE AVANZA

 

Señor, el bosque avanza.

W. Shakespeare

 

 

Señor, el bosque avanza

y mi alma se encoge con temor

bajo la entretela de las hojas.

¿No oyes el olifante de Roldán?

¡Por fin suena!

Tanto pavor ha dado paso al auxilio

pero mis brazos están cansados de la espada

y no pueden sostener más que aire.

Decid que fui buen guerrero.

Decid que supe enfilar

el camino del bosque

sin mirar hacia atrás.

Decidle a mi amada

que aquí la espero

entre la bruma. Solo ella

podrá traerme un sol radiante.