FASCINACIÓN DEL ATLÁNTICO

(1997-2003)

          Realmente el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su soledad inmensa nos arrastra a la contemplación.

          Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identificarla con la Naturaleza.

 

Pío Baroja

TARJETA DE EMBARQUE

 

 

Para Fernando Quiñones

 

 

No me ha besado.

Tan sólo ha dicho volveré

y ha bajado la cara

para que no viera empañados sus ojos.

Subió sin prisas

pero sin detenerse,

la maleta

apretada bajo el brazo.

Ya en la borda, me pareció que fumaba

con la mirada en el fango, perdida.

 

 

No la he besado,

pero le he dicho volveré

y he sentido una pinza

de cangrejo en el pecho

y el mirar quebrárseme de golpe.

Qué decir, no sabía.

Tal vez nunca más nos veamos.

Tal vez al principio me añore.

Con los años convertirá en nube

lo que hoy parece tangible.

 

 

Apenas quedamos cinco o seis en el muelle,

cada uno arrastra una historia

y algo se parte cuando sueltan amarras

y vemos el barco alejarse,

acompañado por las sirenas festivas

de otros barcos, de otros sueños.

Algún día recordaré que la tarde caía,

que mis manos se iban quedando dormidas

y algo me retenía en el muelle,

imantada a no sé qué noray.

 

 

Qué alboroto de sirenas

en medio de la tarde,

¿es a mí a quien despiden?

Comienza mi viaje.

Comienzo a separarme de mí.

Ya nadie me ve. Ya nadie me conoce.

Puedo llorar y contarme mi miedo,

o borrar con la manga mis ojos.

A lo lejos, el mar se va tragando

la ciudad de mi infancia.

FASCINACIÓN DEL ATLÁNTICO

 

 

a Cesário Verde

 

 

En tardes como ésta, tardes de viento huracanado

en el malecón del muelle,

tardes de gris altura de las olas,

el Atlántico me llama con voz confusa,

deletrea la e undosa de mi nombre

y me convoca; como si la sangre tirara de mí,

como si tiraran de mí naufragios, fragatas escoradas,

peligrosas travesías bajo una lona.

El temblor se acumula en mi piel.

Me estremezco al contemplar el mar

totalmente agitado,

rubio u oscuro por momentos,

denso o volátil, según la ráfaga.

 

 

El mar se dilata por instantes.

Cada ola que embiste,

cada ola que cruza la bocana del puerto,

se lleva mis ojos hacia delante.

Ebria, zarandeada, medio hundida,

mi alma es una juguete entre las crestas.

 

 

Suena en la lejanía una sirena.

Acelera mi pulso. Tal vez algún barco

se dispone a zarpar hacia lo inmenso.

Con estrépito el viaje es anunciado

y, asustadas, las gaviotas emprenden el vuelo.

Mi vida, en cambio, permanece en los muelles,

en la losa grisácea de los muelles,

como un fardo abandonado en los muelles.

JUNTO AL MAR

 

 

a Pío Baroja

 

 

No soy hombre de acción.

Me limito a mirar

el movimiento humano,

su continuo vaivén.

Observo y escribo

circunstancias que a todos nos envuelven.

Soy un hombre indolente

sentado junto al mar.

Las olas vienen a morir un día y otro,

ajenas por completo a mi presencia,

contra este malecón.

El mar me ha modelado

contemplativo, melancólico, ecléctico.

Robó el escaso vigor de mi sangre

y me tiene atrapado

a sus pies

como un amante dócil.

Cuento historias de barcos.

Me imagino a bordo de ágiles veleros

que cruzan veloces el Atlántico

bajo un sinfín de estrellas.

Desde tierra el mundo parece

pequeño, insignificante.

A bordo, en cambio,

la vida adquiere dimensiones trágicas.

Continentes, vientos huracanados, arrecifes

atraviesan los ojos del hombre

que se atreve a surcar esos mares.

Es un dios. Todo lo puede.

Sus brazos enfilan trópicos

como velas audaces,

domeñan las tormentas y conducen

la quilla a seguro puerto.

Se lleva el mar en las venas.

Se nace con él

y uno tarda toda la vida

en escupirlo.

SEPTIEMBRE

 

 

Septiembre arroja medusas en la costa.

Su carne fláccida

se muestra obscena al paseante.

 

 

De niños jugábamos a clavar

un palo cruel en el vientre

y desbordar su límite redondo.

Lanzábamos piedras,

cuarteábamos la diana

hasta dejar un paisaje desolado.

 

 

La marea arroja medusas muertas

y los perros se acercan a husmearlas.

Un fresco poniente anuncia

que se cuela el otoño.

 

 

Me invade aquel temblor antiguo

—carne gelatinosa, blanda—

y miro de soslayo

sus volúmenes chatos en la arena.

De nuevo la misma fascinación,

el mismo asco de niños.

Cojo una piedra, doy en el centro

y la carne se raja hacia un costado,

derramándose.

LOS AMANTES

 

 

En las tardes crecientes del verano

acaso el amor fuera

la ola rugiente que dobla el cuerpo,

dinámica, curva espalda de espuma

que sinuosa llega hasta la orilla

y allí muere sin peso;

acaso los dorados

granos de arena

que van y vienen —dóciles—

de la mano del viento caprichoso;

acaso la caracola

que una marea de poniente fue arrastrando

y depositó en esta playa.

 

El sol ha ido secando la sal

de los bañistas,

dejando escamas blancas en la piel

que antes fuera brillante

y sedosa.

Se aman en las olas.

Se aman en la arena

los amantes,

con júbilo y usura.

El mar no los detiene.

 

 

REGRESO DEL HÉROE

 

 

Dichoso tú que vuelves

tras largas singladuras,

bien poblada la barba

y lleno de aventuras que contar.

Tu juventud, tu fuerza,

la valentía demostrada

fueron testigos recibidos

día tras día.

Pero las diosas han querido obsequiarte

con una bolsa de monedas:

todo ese oro no vale

el peligro corrido en el océano,

pero ellos te envidiarán aún más

cuando riendo alegre en la cantina

tu oro derrames sobre la mesa.

Mujeres no han de faltarte

en el lecho; seducidas

acudirán al tintineo del metal.

LÍNEA DE HORIZONTE

 

 

A lo lejos, los mercantes se cruzan

en la línea dilatada del horizonte

como agujas,

pespunteando el mar.

Enormes petroleros hilvanan el Atlántico,

atracan en dársenas profundas

y oxidan las mareas.

Los pesqueros ponen rumbo a Gran Sol

dispuestos a esquilmar

los grandes barcos.

Un tráfico de acero

invade incesante esta aguas.

 

 

Nos queda la añoranza:

veleros flexibles y dóciles,

aquel elegante deslizar del casco,

aquel escorarse con los vientos,

aquel besar las olas dulcemente.

Maderas olorosas, barniz, brea...

Un ligero impulso les bastaba

para avanzar sinuosos en la corriente

aprovechando las mareas

y los vientos cercanos a la costa.

Desplegadas las velas,

serpenteantes,

dejaban tras sí una estela blanca,

almidonada.

AVES MARINAS

 

 

En el acantilado

suspenden sus nidos

gaviotas y alcatraces,

aves de rapiña que al mar roban

historias de naufragios, vendavales,

melodías que despeinan las aguas.

Un farallón cortado a pico

se eleva soberbio

desde la ronca espuma.

Las carroñeras graznan

en vertical ascenso

y aprenden sus límites:

la costa agreste,

la inmensidad del cielo,

la lámina ondulada y ácida del mar.

HABANERAS

 

 

Venían de Cuba, cargados de

azúcar, caoba, café tostado.

Venían de Cuba, en vapores

que cruzaban el Atlántico.

Venían de Cuba, piel morena

y camisa de algodón blanco.

Venían de Cuba, en bodegas

repletas de fardos.

Venían de Cuba, trayendo

el dulce olor del tabaco.

De Cuba a Cádiz, un sueño,

un inmenso mar salado.

CÁDIZ, BARANDA AL MAR

 

 

Padre, ahora que has muerto y tu boca no me besa,

¿qué me retiene en esta baranda volcada al mar?

Los soles se suceden este tibio invierno,

las mareas se agolpan una tras otra

cada seis horas,

doblándose en la orilla con soberbia,

las nubes enfilan un Atlántico indómito.

¿Qué fuerzas me retienen,

qué imán me sujeta, qué cadena?

Las pateras arrojan sus cadáveres

y el mar los esparce por la costa,

diseminados como algas a favor de los vientos.

¿Qué me ata a esta tierra

al borde del abismo?

Con apatía y tristeza

observo el desorden de mis días,

lo inútil, lo inefable, lo grotesco

que resulta vivir sin voluntad,

sin más sangre que la justa.

¿Vivir? Ir viviendo.

Gastar el aire que cabe en los pulmones.

Dejar de vivir con agallas abiertas,

buscando una última bocanada,

ésa que sabe a sal y yodo.

ISLA DE MADEIRA

 

 

Lo femenino es lo que está al otro

lado de la mirada del hombre.

 

Eduardo Úrculo

 

 

Hierbabuena, lavanda, tomillo...

a plantas silvestres huele tu cadera

cuando me acerco de noche a respirarla.

Si mi barco nunca zarpase de tu falda,

si mis días pudieran anclarse como uñas,

si mi brújula marcara tu sabio territorio,

una casa en lo alto del acantilado

construiría, hecha de vientos y promesas,

para que anidara este corazón salobre.

MEMORIA DE TRAFALGAR

 

 

Preciso es que las naves regresen algún día

portando las horas vividas, los momentos

sumados uno a uno con dolor

y desdicha,

preciso es que regresen

a los puertos de donde surcaron.

Cada vela aguarda el viento de vuelta,

la señal inequívoca del regreso,

no menos amargo.

 

 

Hundidas en los lodos atlánticos,

cubiertas de orín y olvido,

¿quién arbolará sus mástiles y levará anclas

tras dos siglos de inercia?

 

 

Iban a la muerte, y lo sabían.